Hablar de proyectos es sumergirse en un océano de posibilidades, desafíos y complejidades. En muchas ocasiones, emprendemos un viaje cargado de expectativas, solo para descubrir que la embarcación con la que contamos es una barcaza frágil, que apenas logra avanzar o se desvía sin rumbo entre las olas de incertidumbre que la palabra “proyecto” conlleva.
Mi travesía personal en este universo comenzó en 2012, cuando descubrí el fascinante mundo de la Formulación de Proyectos. Desde entonces, he formulado más de los que podría contar con precisión. Lo curioso es que, aunque la metodología de base pueda parecer similar, jamás un proyecto es igual a otro. Incluso cuando se trata de la misma actividad económica, cada uno nace con un carácter único, con un “ADN” propio que lo diferencia del resto.
Cada proyecto parece tener su propia secuencia de nucleótidos, una estructura vital que corre por cada línea de su formulación. Esa singularidad los convierte en entidades complejas, pero a la vez simples, moldeables, vivas. Son sistemas en sí mismos.
Hoy hablamos con entusiasmo de metodologías ágiles, una revolución que propone dividir lo complejo en partes manejables, accesibles, comprensibles. Sin embargo, por más que intentemos simplificarlos, el ciclo vital de un proyecto —desde la ideación, planificación y ejecución, hasta el control y cierre— exige un orden cronológico riguroso, cuyo descuido puede sellar su éxito o su fracaso.
Nos enfrentamos constantemente al paradigma de cuál es la mejor manera de concebir y desarrollar un proyecto. Las respuestas son múltiples: existen autores que lo abordan desde ángulos científicos, procedimentales o estructuralmente técnicos. No obstante, al despojarlos de todo ese ropaje metodológico, podríamos resumir la esencia de un proyecto en una sola frase:
“Un proyecto es una solución a una necesidad.”
Desde esa premisa surgen todos los proyectos. Se originan en una carencia, en un problema, en una oportunidad por atender. Esa necesidad, al transformarse en una idea concreta, se convierte en el germen del proyecto.
Y estas necesidades pueden ser tan diversas como la humanidad misma: pueden responder a los retos de una comunidad, a los objetivos de una empresa, a fenómenos psicosociales, a aspiraciones de crecimiento territorial, o simplemente a una inquietud personal. Cada una da lugar a un proyecto único e irrepetible.
Bajo esta óptica, cuando abrimos los ojos y miramos a nuestro alrededor, comprendemos que absolutamente todo en el desarrollo de la humanidad ha sido el resultado de un proyecto. Todo ha nacido de una necesidad que exigía una solución.
Y aunque no todos seamos expertos en formulación o gestión de proyectos, la verdad es que vivimos rodeados de ellos. Formamos parte de ellos. Los concebimos, los ejecutamos, los habitamos.
Porque al final, la vida misma se construye —paso a paso— como el más grande de los proyectos.
Por: Daniel Gonzalez – Consultor Empresarial.